Mapa del citio
Grupo de Tehuelches de la época
Floridablanca:
Hace unos días me encontraba ojeando unas viejas revistas que tengo guardadas, las cuales datan de la década de 70’.
En una de ellas me llamo la atención un artículo que me gustaría compartir con ustedes.
Esta revista esta fechada en marzo de 1975.
Para ponerlos en contexto les comento que, el artículo es una investigación llevada a cavo en Puerto San Julián una localidad de la provincia de Santa Cruz en la republica Argentina, en donde un grupo de arqueólogos de la época descubrió las ruinas de una antigua ciudad Española.
En una de ellas me llamo la atención un artículo que me gustaría compartir con ustedes.
Esta revista esta fechada en marzo de 1975.
Para ponerlos en contexto les comento que, el artículo es una investigación llevada a cavo en Puerto San Julián una localidad de la provincia de Santa Cruz en la republica Argentina, en donde un grupo de arqueólogos de la época descubrió las ruinas de una antigua ciudad Española.
Los fantasmas de Floridablanca:
En las proximidades de San Julián, un pueblo Castellano permanece sepultado desde el siglo XVIII, erigido por orden del entonces Rey Carlos III, llego a tener 250 habitantes y sobrevivió durante cuatro años.
Paradójicamente, no fue destruido por la naturaleza sino por sus propios fundadores.
Según los funcionarios de aquella época, no valía la pena poblar el extremo sur del continente.
En medio del árido paisaje patagónico, azotado por el viento y la soledad, un equipo de universitarios se propuso una ambiciosa y apasionante tarea: exhumar los restos de la Colonia Floridablanca, una antigua ciudad erigida durante el mandato del virrey Vertiz, por orden expresa de Carlos III, rey de España.
De aquellos trabajos, palada a palada, dado que fue financiada la investigación por la municipalidad de San Julián, surgieron las arquitecturas de una de las primeras ciudades instaladas al sur del Río Colorado.
También una historia de Piratas, viejos Galeones y fantasmas de Corsarios que, en las dilatadas costas del Océano Atlántico Sur, tejían una bitácora de depredaciones, ambiciones territoriales e intereses políticos.
Aunque la arqueología exige costosas investigaciones en archivos y complicados trabajos de prospección, las obras de reflotamiento de Floridablanca en solo dos meses de tareas han aflorado vestigios de un extraño caserío que abarcó varias hectáreas. También, restos de sus habitantes que demuestran que entonces gozaban de insólitas comodidades: botellas de vidrio, botones de bronce y nácar, cápsulas y municiones, carpintería y herrajes de complicadísimo diseño, inclusive un productivo horno de ladrillos y cerámicas.
Algunas fuentes historiográficas consultadas en Buenos Aires y viejos documentos de la época del Virreinato del Río de La Plata, permiten ahora recomponer las piezas de un rompecabezas cuyos hitos fundamentales se remontan a una vieja puja entre España e Inglaterra y a los intentos de habitar un territorio dominado por los Indios Araucanos los endemoniados huracanes y las amenazas de los Piratas de le época.
Paradójicamente, no fue destruido por la naturaleza sino por sus propios fundadores.
Según los funcionarios de aquella época, no valía la pena poblar el extremo sur del continente.
En medio del árido paisaje patagónico, azotado por el viento y la soledad, un equipo de universitarios se propuso una ambiciosa y apasionante tarea: exhumar los restos de la Colonia Floridablanca, una antigua ciudad erigida durante el mandato del virrey Vertiz, por orden expresa de Carlos III, rey de España.
De aquellos trabajos, palada a palada, dado que fue financiada la investigación por la municipalidad de San Julián, surgieron las arquitecturas de una de las primeras ciudades instaladas al sur del Río Colorado.
También una historia de Piratas, viejos Galeones y fantasmas de Corsarios que, en las dilatadas costas del Océano Atlántico Sur, tejían una bitácora de depredaciones, ambiciones territoriales e intereses políticos.
Aunque la arqueología exige costosas investigaciones en archivos y complicados trabajos de prospección, las obras de reflotamiento de Floridablanca en solo dos meses de tareas han aflorado vestigios de un extraño caserío que abarcó varias hectáreas. También, restos de sus habitantes que demuestran que entonces gozaban de insólitas comodidades: botellas de vidrio, botones de bronce y nácar, cápsulas y municiones, carpintería y herrajes de complicadísimo diseño, inclusive un productivo horno de ladrillos y cerámicas.
Algunas fuentes historiográficas consultadas en Buenos Aires y viejos documentos de la época del Virreinato del Río de La Plata, permiten ahora recomponer las piezas de un rompecabezas cuyos hitos fundamentales se remontan a una vieja puja entre España e Inglaterra y a los intentos de habitar un territorio dominado por los Indios Araucanos los endemoniados huracanes y las amenazas de los Piratas de le época.
Geopolítica y encaje antiguo:
Viejos itinerarios y derroteros náuticos den cuenta de que, en épocas del virreinato, la actual Patagónia no estaba sólo a merced de los aborígenes. Sus costas, excelentes cotos de pesca de ballenas, habían desatado las apetencias de los holandeses y de buques factorías fletados por el imperio Ingles.
Frente a donde ahora están enclavadas las ciudades de Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos, los historiadores lograron documentar las andanzas del pirata ingles Francis Drake.
Según parece el celebre corsario recorrió esas costas.
Pero establecer fortines contra las piratas y balleneros no era el único motivo que tenían las autoridades rioplatenses para asentar colonos en el sur.
La radicación de europeos era también una forma de hacer valer derechos territoriales, una manera de detentar para España el estrecho de Magallanes, un paso interoceánico que convertía al extremo austral del continente en una de los puntos de mayor valor estratégico del planeta.
Un documento elaborado por José Moniño, conde de Floridablanca, advirtió en el año 1778 a las entonces autoridades metropolitanas sobre el merodeo de embarcaciones extranjeras. “La frecuencia con que los ingleses envían naves a las proximidades de las Islas Malvinas para dedicarse a la pesca de ballenas –señalaba-, los reconocimientos hidrográficos que se practican y el deseo de utilizar esas tierras, nos hace recelar sobre su intención de sentar la planta sobre algún paraje de la parte que corre desde el río de la Plata hasta el estrecho de Magallanes.
Fueron esas consideraciones que empleó el rey de España para ordenar a su delegado Vertiz –por Real Cedula del 24 de marzo de 1778-, la construcción de la Nueva Colonia de Floridablanca, a “tres leguas del mar, frente a la bahía de San Julián”.
Ese pueblo –junto con otros tres asentamientos hasta ahora no ubicados en el sur Argentino-, constituye un verdadero interrogante arqueológico.
En las excavaciones realizadas en la época en las ruinas, no solamente aparecieron vestigios de sus antiguos habitantes. También cascos y yelmos –increíblemente conservados- y una piedra del molino harinero existente en el lugar (que inexplicablemente fue enviada a un museo de Viena en Austria), fueron cosechados por buscadores de tesoros antes de que se emprendieran los trabajos de investigación.
Un antecesor de los investigadores el comerciante Pedro Ganam, reconoció, entre los años 1.941 y 1.942, cuando era alcalde de San Julián, que visito el lugar.
“Comprobé que había unas lomitas sospechosas –dijo-, y que sobre la tierra, casi inadvertidas entre los arbustos, se asomaban algunas tejas rotas, delatando la existencia de viajas construcciones. Pero por esos años la intendencia estaba preocupada en otras cosas y no se inicio ninguna tarea de investigación al respecto.
Mucho antes de esas inquietudes el gobierno nacional también se ocupo por la zona, algo que indirectamente, también afectó la conservación de los restos de Floridablanca. Por decreto del 17 de diciembre de 1.901, el poder Ejecutivo designó al ingeniero Miguel Olmos para realizar exploraciones y mensuras de una extensa zona del entonces Territorio Nacional de Santa Cruz.
El profesional durante su estadía en Puerto San Julián, extrajo de la zona –e informó de ello- algunos maltrechos restos, acaso mas como un testimonio de su paso por allí que como útil medio de divulgación científica. Entre esos objetos según declara en aquellos años, Olmos halló una moneda de plata y otra de cobre, con la efigie de Carlos III grabada en una de sus caras.
Llegar hasta esos vestigios, para cualquier cosechero de trofeos coloniales era, hasta que al intendente de San Julián se le ocurriera rescatarlo (y cercar esos terrenos), relativamente sencillo: bastaba con transitar dos leguas de camino de ripio, para acceder al lugar y con un pico y una pala comenzara a rasgar en los restos del antiguo asentamiento.
Frente a donde ahora están enclavadas las ciudades de Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos, los historiadores lograron documentar las andanzas del pirata ingles Francis Drake.
Según parece el celebre corsario recorrió esas costas.
Pero establecer fortines contra las piratas y balleneros no era el único motivo que tenían las autoridades rioplatenses para asentar colonos en el sur.
La radicación de europeos era también una forma de hacer valer derechos territoriales, una manera de detentar para España el estrecho de Magallanes, un paso interoceánico que convertía al extremo austral del continente en una de los puntos de mayor valor estratégico del planeta.
Un documento elaborado por José Moniño, conde de Floridablanca, advirtió en el año 1778 a las entonces autoridades metropolitanas sobre el merodeo de embarcaciones extranjeras. “La frecuencia con que los ingleses envían naves a las proximidades de las Islas Malvinas para dedicarse a la pesca de ballenas –señalaba-, los reconocimientos hidrográficos que se practican y el deseo de utilizar esas tierras, nos hace recelar sobre su intención de sentar la planta sobre algún paraje de la parte que corre desde el río de la Plata hasta el estrecho de Magallanes.
Fueron esas consideraciones que empleó el rey de España para ordenar a su delegado Vertiz –por Real Cedula del 24 de marzo de 1778-, la construcción de la Nueva Colonia de Floridablanca, a “tres leguas del mar, frente a la bahía de San Julián”.
Ese pueblo –junto con otros tres asentamientos hasta ahora no ubicados en el sur Argentino-, constituye un verdadero interrogante arqueológico.
En las excavaciones realizadas en la época en las ruinas, no solamente aparecieron vestigios de sus antiguos habitantes. También cascos y yelmos –increíblemente conservados- y una piedra del molino harinero existente en el lugar (que inexplicablemente fue enviada a un museo de Viena en Austria), fueron cosechados por buscadores de tesoros antes de que se emprendieran los trabajos de investigación.
Un antecesor de los investigadores el comerciante Pedro Ganam, reconoció, entre los años 1.941 y 1.942, cuando era alcalde de San Julián, que visito el lugar.
“Comprobé que había unas lomitas sospechosas –dijo-, y que sobre la tierra, casi inadvertidas entre los arbustos, se asomaban algunas tejas rotas, delatando la existencia de viajas construcciones. Pero por esos años la intendencia estaba preocupada en otras cosas y no se inicio ninguna tarea de investigación al respecto.
Mucho antes de esas inquietudes el gobierno nacional también se ocupo por la zona, algo que indirectamente, también afectó la conservación de los restos de Floridablanca. Por decreto del 17 de diciembre de 1.901, el poder Ejecutivo designó al ingeniero Miguel Olmos para realizar exploraciones y mensuras de una extensa zona del entonces Territorio Nacional de Santa Cruz.
El profesional durante su estadía en Puerto San Julián, extrajo de la zona –e informó de ello- algunos maltrechos restos, acaso mas como un testimonio de su paso por allí que como útil medio de divulgación científica. Entre esos objetos según declara en aquellos años, Olmos halló una moneda de plata y otra de cobre, con la efigie de Carlos III grabada en una de sus caras.
Llegar hasta esos vestigios, para cualquier cosechero de trofeos coloniales era, hasta que al intendente de San Julián se le ocurriera rescatarlo (y cercar esos terrenos), relativamente sencillo: bastaba con transitar dos leguas de camino de ripio, para acceder al lugar y con un pico y una pala comenzara a rasgar en los restos del antiguo asentamiento.
Prontuario de frustraciones:
Existe suficiente bibliografía sobre el tema como para hilvanar la corta vida de Floridablanca.
Según Amado E. Lafuente (25 años, encargado del equipo de esforzados arqueólogos que trabajaron en los restos en la década del 70`), el fundador de ese establecimiento, Antonio de Viedma, zarpó del puerto de Montevideo el 13 de enero de 1780, rumbo a la Patagonia. “Comandaba una escuadrilla de paquebotes, bergantines y goletas, guiadas por José de la Peña, experto piloto y cartógrafo de la época”. Junto a Viedma iban 18 pobladores solteros, algunos artesanos, un oficial de artillería y 30 soldados. Muchos de ellos, que viajaban acompañados de sus esposas, tuvieron hijos en la naciente población.
Además llevaban, 10 mulas, víveres para un año y agua potable para cuatro meses. “Se habían provisto de agua, por que el virrey tenia información de que ni en San Julián ni en sus inmediaciones existía un curso de agua dulce”. -Sin embargo cuando con mi compañero José E. Iglesias otro de los investigadores, descubrimos el horno de ladrillos, cerca de allí observamos la existencia de un río ahora seco y pedregoso, probablemente Floridablanca se haya fundado allí por sus entonces aguas cristalinas-. Comento el arqueólogo.
El diario de navegación de Viedma da cuenta que su escuadra llego a San Julián el 23 de marzo de 1780.
Ese día 2 Caciques Tehuelches llamados Julián Grande y Julián Gordo dieron cuenta –según relata el fundador de la aldea- “de la existencia, a 3 leguas de la costa, de agua muy buena y permanente, de buenas tierras a poca distancia de allí”.
Sin embargo Viedma, ante de instalarse, exploro las costas atlánticas hasta Santa Cruz, invernando en Río Deseado.
Recién el 1º de diciembre de 1780, Antonio de Viedma se instalo en la naciente colonia.
El acta redactada en esa fecha, da cuenta de que el capitán efectuó un acto que, según las costumbres de la época, asentaba el dominio del rey de España sobre esos terrenos: desembarcó, cortó ramas, arrancó matas, deshizo terrones, movió piedras “e hizo todos los demás actos de posesión en derechos necesarios”.
Rodeados de indios –que colaboraron en el suministro de alimentos-, los españoles iniciaron el 6 de enero de ese año la construcción del fuerte. Según el historiador naval Héctor R. Ratto, “la población ascendía 150 personas y las pertenencias de la colonia eras de 30 mulas, igual cantidad de equinos, 18 vacas, 24 cerdos y 700 aves de corral”.
Un fuerte de madera, un hospital, un molino de trigo, una panadería, una capilla –consagrada el 28 de enero a Nuestra Señota del Rosario y a cargo de un sacerdote franciscano-, estos constituían los principales edificios públicos asentados como era de rigor, alrededor de la Plaza Mayor. Además contaba con las viviendas particulares de los pobladores y los talleres y negocios, con sus respectivas herramientas.
Posiblemente por el fracaso de las cosechas y el mal régimen alimenticio, pestes y enfermedades diezmaron a los colonos. “Maria Ortiz –dice el diario de Antonio de Viedma-, murió el 8 de febrero de 1781; en abril fallecieron Maria Ferreira y Bartolomé Tamame. En mayo otros 4”.
Los indios informaron al comandante de la existencia de bosques,
Según Amado E. Lafuente (25 años, encargado del equipo de esforzados arqueólogos que trabajaron en los restos en la década del 70`), el fundador de ese establecimiento, Antonio de Viedma, zarpó del puerto de Montevideo el 13 de enero de 1780, rumbo a la Patagonia. “Comandaba una escuadrilla de paquebotes, bergantines y goletas, guiadas por José de la Peña, experto piloto y cartógrafo de la época”. Junto a Viedma iban 18 pobladores solteros, algunos artesanos, un oficial de artillería y 30 soldados. Muchos de ellos, que viajaban acompañados de sus esposas, tuvieron hijos en la naciente población.
Además llevaban, 10 mulas, víveres para un año y agua potable para cuatro meses. “Se habían provisto de agua, por que el virrey tenia información de que ni en San Julián ni en sus inmediaciones existía un curso de agua dulce”. -Sin embargo cuando con mi compañero José E. Iglesias otro de los investigadores, descubrimos el horno de ladrillos, cerca de allí observamos la existencia de un río ahora seco y pedregoso, probablemente Floridablanca se haya fundado allí por sus entonces aguas cristalinas-. Comento el arqueólogo.
El diario de navegación de Viedma da cuenta que su escuadra llego a San Julián el 23 de marzo de 1780.
Ese día 2 Caciques Tehuelches llamados Julián Grande y Julián Gordo dieron cuenta –según relata el fundador de la aldea- “de la existencia, a 3 leguas de la costa, de agua muy buena y permanente, de buenas tierras a poca distancia de allí”.
Sin embargo Viedma, ante de instalarse, exploro las costas atlánticas hasta Santa Cruz, invernando en Río Deseado.
Recién el 1º de diciembre de 1780, Antonio de Viedma se instalo en la naciente colonia.
El acta redactada en esa fecha, da cuenta de que el capitán efectuó un acto que, según las costumbres de la época, asentaba el dominio del rey de España sobre esos terrenos: desembarcó, cortó ramas, arrancó matas, deshizo terrones, movió piedras “e hizo todos los demás actos de posesión en derechos necesarios”.
Rodeados de indios –que colaboraron en el suministro de alimentos-, los españoles iniciaron el 6 de enero de ese año la construcción del fuerte. Según el historiador naval Héctor R. Ratto, “la población ascendía 150 personas y las pertenencias de la colonia eras de 30 mulas, igual cantidad de equinos, 18 vacas, 24 cerdos y 700 aves de corral”.
Un fuerte de madera, un hospital, un molino de trigo, una panadería, una capilla –consagrada el 28 de enero a Nuestra Señota del Rosario y a cargo de un sacerdote franciscano-, estos constituían los principales edificios públicos asentados como era de rigor, alrededor de la Plaza Mayor. Además contaba con las viviendas particulares de los pobladores y los talleres y negocios, con sus respectivas herramientas.
Posiblemente por el fracaso de las cosechas y el mal régimen alimenticio, pestes y enfermedades diezmaron a los colonos. “Maria Ortiz –dice el diario de Antonio de Viedma-, murió el 8 de febrero de 1781; en abril fallecieron Maria Ferreira y Bartolomé Tamame. En mayo otros 4”.
Los indios informaron al comandante de la existencia de bosques,
en las nacientes del río Santa Cruz.
El 7 de noviembre de 1782, a bordo del bergantín San Francisco de Paula remontó su curso llegando hasta los lagos cordilleranos.
La población sobrevivió “con pacifica quietud, ayudada por los indios, apesadumbrada por la escasa alimentación (durante temporadas se llego a imponer el racionamiento de los víveres) y aprovisionada de tanto en tanto por algún barco enviado desde la capital del Virreinato.
El 7 de noviembre de 1782, a bordo del bergantín San Francisco de Paula remontó su curso llegando hasta los lagos cordilleranos.
La población sobrevivió “con pacifica quietud, ayudada por los indios, apesadumbrada por la escasa alimentación (durante temporadas se llego a imponer el racionamiento de los víveres) y aprovisionada de tanto en tanto por algún barco enviado desde la capital del Virreinato.
Muerte y pueblo:
Ajenos a las decisiones metropolitanas, los pobladores de Floridabanca vieron llegar,
en enero de 1784, un emisario real.
Según un oficio, informo a los colonos que, en San Lidofenso, el 1º de agosto de 1783, el rey dio orden de abandonar las poblaciones en la Patagonia y de dejar la tierra arrasada, con el solo testimonio de “una columna o pilastra que contenga las armas reales y una inscripción que acredite la pertenencia de ese terreno”.
Lafuente, juzgando esa decisión, reconoce hoy en día que sobre “la razón prevaleció el impulso medroso, sobre el concepto de estadista la mezquindad del burócrata, sobre el espíritu de empresa el limitado pensamiento del administrador.
Los sacrificios personales, las duras experiencias, el dominio del tiempo y del espacio, de nada valieron”. La orden del Rey de España, cumplida al pie de la letra por el Virrey Vértiz, era desalojar la colonia de Floridablanca, arrasar sus casas y construcciones, destruir sus sembradíos y, aun, erradicar las cruces del diminuto cementerio.
La orden, a pesar de la resistencia de quienes habían dado hijos a esas tierras y a pesar de los sinsabores y rigores climáticos aprendieron a amarla, a pesar de todo eso, fue cumplida totalmente.
El 28 de enero de 1784 se hizo efectiva la instrucción del rey de España. “Todo fue destruido, lo que pudo desarmarse lo fue, el resto quedo arrasado.
Contra lo que cualquier arqueólogo despistado pudiera pensar 189 años mas tarde, en la fecha de publicación de este articulo en la revista, las ruinas de Floridablanca no fueron deshechas por el tiempo sino por la mano del hombre. Los juicios que los españoles entablaron contra la corona, exigiendo justas indemnizaciones por el desalojo, fueron ventilados –reconociendo sus derechos- en la Junta Superior de la Real Hacienda, con asiento en Madrid España.
El 20 de marzo de 1784, en Buenos Aires, Simón de la Puente, tesorero de Floridablanca, rubrico un ultimo acto administrativo, informando de los objetos abandonados en dicho territorio: las embarcaciones fletadas desde la capital del virreinato no dieron abasto, en sus bodegas, para transportar lo que allí existiera.
Artillería, municiones, arados, piedras de moler, carretillas y miles de objetos de menor tamaño fueron esparcidos en terrenos cercanos al efímero pueblo.
Siglos después, algunos investigadores intentaron hallar el último vestigio Español en Floridablanca: el pilar que, según la ordenanza dictada por Carlos III debía testimoniar la soberanía española en esas costas.
“Todo parece –informo Lafuente, uno de los investigadores, con nostalgia- que el lanzamiento se efectúo precipitadamente: por más que buscamos no pudimos dar cuenta de esa construcción”.
Algunos documentos de la época –cuya lectura facilitada a la Revista Siete Días por el Instituto de Estudios Histórico Navales de la Armada Argentina-, dan cuenta de que el virrey Vértiz no opuso la menor resistencia ante el mandato del rey de España. El 22 de febrero de 1783 (y quizás inspirando a sus superiores la concreción de tan insólita actitud), quien fuera bautizado como “el virrey de las luminarias”, sugirió el despoblamiento de La Patagonia. Exactamente un año después, cuando de Floridablanca no quedaban sino algunos ladrillos destrozados- “para que no sirvan de abrigo a vasallos de otras potencias de la época”, según su interpretación de la orden-, Vértiz desplazado. Mientras abandonaba Buenos Aires rumbo a Cadiz España, un ministro de Carlos III intentaba convencer al Monarca sobre la necesidad de mantener el Sur del virreinato poblado.
Pero, claro, ya era tarde.
Nota:
Periodista: Roberto Vacca.
Articulo extraído de la Revista Siete Días, con fecha del 7 de marzo de 1975.
Según un oficio, informo a los colonos que, en San Lidofenso, el 1º de agosto de 1783, el rey dio orden de abandonar las poblaciones en la Patagonia y de dejar la tierra arrasada, con el solo testimonio de “una columna o pilastra que contenga las armas reales y una inscripción que acredite la pertenencia de ese terreno”.
Lafuente, juzgando esa decisión, reconoce hoy en día que sobre “la razón prevaleció el impulso medroso, sobre el concepto de estadista la mezquindad del burócrata, sobre el espíritu de empresa el limitado pensamiento del administrador.
Los sacrificios personales, las duras experiencias, el dominio del tiempo y del espacio, de nada valieron”. La orden del Rey de España, cumplida al pie de la letra por el Virrey Vértiz, era desalojar la colonia de Floridablanca, arrasar sus casas y construcciones, destruir sus sembradíos y, aun, erradicar las cruces del diminuto cementerio.
La orden, a pesar de la resistencia de quienes habían dado hijos a esas tierras y a pesar de los sinsabores y rigores climáticos aprendieron a amarla, a pesar de todo eso, fue cumplida totalmente.
El 28 de enero de 1784 se hizo efectiva la instrucción del rey de España. “Todo fue destruido, lo que pudo desarmarse lo fue, el resto quedo arrasado.
Contra lo que cualquier arqueólogo despistado pudiera pensar 189 años mas tarde, en la fecha de publicación de este articulo en la revista, las ruinas de Floridablanca no fueron deshechas por el tiempo sino por la mano del hombre. Los juicios que los españoles entablaron contra la corona, exigiendo justas indemnizaciones por el desalojo, fueron ventilados –reconociendo sus derechos- en la Junta Superior de la Real Hacienda, con asiento en Madrid España.
El 20 de marzo de 1784, en Buenos Aires, Simón de la Puente, tesorero de Floridablanca, rubrico un ultimo acto administrativo, informando de los objetos abandonados en dicho territorio: las embarcaciones fletadas desde la capital del virreinato no dieron abasto, en sus bodegas, para transportar lo que allí existiera.
Artillería, municiones, arados, piedras de moler, carretillas y miles de objetos de menor tamaño fueron esparcidos en terrenos cercanos al efímero pueblo.
Siglos después, algunos investigadores intentaron hallar el último vestigio Español en Floridablanca: el pilar que, según la ordenanza dictada por Carlos III debía testimoniar la soberanía española en esas costas.
“Todo parece –informo Lafuente, uno de los investigadores, con nostalgia- que el lanzamiento se efectúo precipitadamente: por más que buscamos no pudimos dar cuenta de esa construcción”.
Algunos documentos de la época –cuya lectura facilitada a la Revista Siete Días por el Instituto de Estudios Histórico Navales de la Armada Argentina-, dan cuenta de que el virrey Vértiz no opuso la menor resistencia ante el mandato del rey de España. El 22 de febrero de 1783 (y quizás inspirando a sus superiores la concreción de tan insólita actitud), quien fuera bautizado como “el virrey de las luminarias”, sugirió el despoblamiento de La Patagonia. Exactamente un año después, cuando de Floridablanca no quedaban sino algunos ladrillos destrozados- “para que no sirvan de abrigo a vasallos de otras potencias de la época”, según su interpretación de la orden-, Vértiz desplazado. Mientras abandonaba Buenos Aires rumbo a Cadiz España, un ministro de Carlos III intentaba convencer al Monarca sobre la necesidad de mantener el Sur del virreinato poblado.
Pero, claro, ya era tarde.
Nota:
Periodista: Roberto Vacca.
Articulo extraído de la Revista Siete Días, con fecha del 7 de marzo de 1975.
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